Más allá de nosotros
En la sala, a unos cuantos pasos del balcón de mi casa, me convierto en un observador de la vida. Allí moran cerca de una decena de plantas que fabrican su propio alimento y recolectan energía gracias a la luz solar que reciben día a día. Son pequeñas, pero, a su escala, hacen el trabajo que han perfeccionado sus parientes por miles de años. Amalia, mi suegra, las riega día por medio para ayudar en su metabolismo bioquímico.
Simultáneamente, ella las consiente, les habla, las ama; otorgándoles características animadas y quizás, reconociendo que sin ellas no podríamos vivir, mientras ellas sí podrían vivir sin nosotros.
En la década de los 80 ya había algunos estudios que sugerían que los árboles se podían comunicar cuando se encontraban en problemas. El mecanismo que utilizan es a través de la emisión de feromonas, las cuales transmiten o archivan información sobre alguna amenaza en su entorno. En el libro titulado The Hidden Life of Trees (originalmente escrito en alemán y publicado en 2015), describe en sus primeras páginas cómo una acacia puede advertir a otros árboles contiguos cuando una jirafa empieza a comer sus hojas en las estepas africanas. Transcurrido el tiempo, a una escala temporal arbórea, los otros individuos reciben la información y empiezan a secretar sustancias tóxicas para protegerse. De hecho, mediante sus raíces, intercambian nutrientes y se ayudan cuando los otros individuos los necesitan, invitándonos a imaginar que conforman un superorganismo que sólo es percebible en las fábulas y en las películas de ficción hollywoodenses, tales como el Señor de los Anillos o Avatar.
Recientemente, a principios de 2019, la revista National Geographic publicó un artículo que sostenía que las flores podían oír el aleteo de los polinizadores, generando que temporalmente incrementaran la cantidad de azúcar en su néctar. En efecto, toda su morfología está diseñada para interactuar con insectos, artrópodos, algunas aves y unos pocos mamíferos con el propósito de esparcir su polen en entornos similares. Sus pétalos, al fin al cabo, son prismas de la luz solar que apropian alguno de los colores que podemos observar en un arcoíris.
La famosa serie de televisión Cosmos en el episodio siete de la segunda temporada: La búsqueda de vida inteligente en la tierra explica la danza de las abejas descubierta por el etólogo austriaco Karl Ritter von Frich. Esta es una desarrollada forma de comunicación simbólica para comunicar la dirección y distancia de alguna fuente polen en un radio de cinco kilómetros a la redonda con relación a la posición del sol. Sus cálculos muestran que sus acciones no son un conjunto de funciones orgánicas programadas y que, por el contrario, sugieren que existe una conciencia y una voluntad que hasta hace poco creíamos que era una característica exclusiva de los seres humanos. Y entonces, ¿qué somos? A lo largo de la historia, varios pensadores han tratado de ofrecer posibles respuestas, algunas más cerca al racionalismo y otros más cerca al empirismo, a esta cuestión metafísica. Sin embargo, en la actualidad se ha encontrado que dentro del reino animal existen formas de ser-en-el-mundo similares a la que nosotros los humanos hemos construido social e individualmente, desde las más virtuosas hasta las más ruines.

Los pueblos indígenas que han tenido una relación ancestral con la vida que los rodea, han comprendido muy bien que el significado de esa vida no es otorgado por el sujeto cognoscente, sino que existe una relación ontológica per se dada por el cosmos. La realidad que generalmente hemos considerado como unidimensional se convierte en pluridimensional, por consiguiente, nuestros logos tradicionales son insuficientes para comprender esa vasta diversidad que nos rodea. En efecto, lo real es construido y cristalizado a través de prácticas iterativas humanas generación tras generación, lo que nos invita a interpretarlo como un mito político que se hereda y se asume como un supuesto sin ninguna contradicción intrínseca.
Pese a lo anterior, alrededor del mundo es posible encontrar varias experiencias que nos pueden ayudar a evidenciar la inclusión y la legitimación de realidades pluridimensionales dentro de los marcos institucionales creados por nosotros. Por ejemplo, en el caso colombiano, la ley de víctimas de 2011 reconoce al territorio como víctima del conflicto en tanto que ha afectado la armonía y la identidad de los pueblos indígenas, negras e incluso campesinas que tienen una estrecha relación con agentes no-humanos. Efectivamente, al reconocer el Estado colombiano al territorio como víctima del conflicto armado se asume que es un agente por sí mismo y, aunque este no tiene voz propia para reclamar y ser reparado, los médicos y los líderes espirituales de las comunidades étnicas son quienes cumplirían el rol de interlocución con el Estado.
En efecto, con base en el antropólogo Daniel Ruiz Serna, la idea de esta perspectiva que se identifica como ontología política, nos invita a armonizar nuestros marcos existentes con aquellos que existen en la diversidad viviente o que pueden llegar a existir a través de nuestro reconocimiento o su relacionamiento entre sí. La vida que está más allá de nosotros nos invita a reconocerla, protegerla y amarla porque, aunque no aparentan inteligibilidad mediante nuestro logos, hay siempre la posibilidad latente de reconocerlos y apreciarlos en su finitud.
No había caído en cuenta de la importancia de reconocer al territorio como víctima del conflicto armado. Toca seguir trabajando por una Colombia más incluyente, donde se reconozcan todas las voces, incluso la de quienes no hablan