Los posibles de la nostalgia
Me considero una persona que ha aprendido a vivir entre sus presiones y determinaciones, una que va navegando las determinaciones que termina convirtiendo en autopresiones. El primer escrito que compartiría en este espacio no podía ser ajeno a esa dinámica de vida. Por eso, cuando la nostalgia apareció como tema en una conversación con una amiga, decidí escribir sobre ella, sus lugares y su relación con mi 2020.
Confieso que, entre todo lo que ha pasado este año, la nostalgia experimentada entra en el podio de lo inesperado, y como suele pasarme cuando me obsesiono con un tema, mi círculo cercano lo nota. En una de esas conversaciones sentí que reconocerme nostálgico tenía una carga negativa. Me invitaron a “vivir el presente”, a “construir el hoy” y a “dejar el pasado atrás”. Sin duda, todos consejos muy valiosos en una sociedad como la actual, en la que creemos que es posible separar el mundo de lo posible del mundo de lo que ha pasado. Para mí, la nostalgia tiene la fuerza de invitarnos a construir otro posible desde la exploración de nuestras emociones y añoranzas.
La primera búsqueda de google me mostró que la nostalgia era considerada una enfermedad en las épocas de los mercenarios medievales, algunos la llamaban la enfermedad Suiza y se le atribuyeron varias muertes producto de la añoranza de volver a casa. Tal vez desde allí hablaba mi amiga, desde la visión de los comandantes suizos que la consideraban una amenaza para sus varoniles y racionales guerreros. La emocionalidad de la nostalgia como otra enemiga más de la lógica guerrera. Google no explica muy bien qué pasó en los siglos posteriores, o no lo encontré; pero en algún punto adquirió, para algunas, una versión menos temible, la de la añoranza cariñosa por algunos eventos del pasado.
En esa conversación pasada por lluvia y vino del D1 -y que inspiró esta entrada-, la nostalgia nos acercó desde nuestra vulnerabilidad a través de sus lugares. Para mi amiga, esta pandemia la había llevado, como a tantas otras personas, a pensar en la muerte. Los momentos de risas y rabietas familiares fueron esos lugares nostálgicos que iban cargados de un anhelo de lo imposible. La posibilidad de descubrir nuevas conversaciones con personas que ya no están presentes. En mi caso, el de alguien cuya relación con la muerte sigue siendo esquiva; son los sonidos los que me producen nostalgia. La lluvia, el viento, la música y los tonos altos como señas de emoción por las ideas son los lugares que me recuerdan a personas y relaciones aún presentes, pero ya no recurrentes. Más que de una enfermedad, en esa conversación, nos contagiamos de humildad y compasión, nos encontramos desde otro lugar de nuestra humanidad.
Hablar de contacto como algo deseable en un momento el que el discurso está centrado en evitar el contagio del coronavirus puede ser arriesgado. Pero debo decirlo, temo que el miedo que sentimos frente al contagio –del coronavirus- terminé distanciándonos como humanos. Me inquieta que la prevención para evitar la transmisión del virus nos impida sentir las emociones de quienes nos rodean. En este 2020, encontré en la nostalgia el antídoto para el discurso anticontacto. Este sentimiento me mantuvo en conexión con amigas y familiares, conmigo mismo. Como en el caso de la conversación con mi amiga, la nostalgia nos acercó en momentos en que la distancia era la norma. Me permitió relacionarme de manera diferente con quiénes me rodean y cambiar mis comportamientos en esos encuentros virtuales y físicos.
Gracias a ella le di otro sentido a lo que entendía por recurrente. Pasé de ver caras, muchas y diversas, casi a diario, pero a cuentagotas, a aprenderme los detalles de las pocas con las que tuve contacto intenso por meses. Reconocí las arrugas de mi padre y el ineludible desgaste que el paso del tiempo dejó en su mirada. Me sorprendí de la similitud de nuestra sonrisa y nos extrañé; extrañé las conversaciones del sofá amarillo después de cenar junto con mi madre. Recordé las conversaciones fantasiosas con mentes abrumadas en bares universitarios y la inevitable procesión hacia el bar latino del momento. También añoré las cervezas en los parques junto a primos, con las botas enlodadas y sus carcajadas inverosímiles.
Por partes, poco a poco, me impulsó a quitarme la armadura de guerrero suizo. Me estimuló a sentir mis emociones sin juicios y a vivir desde ellas. El embarazo de un par de amigos me emocionó casi hasta el llanto. La materialización de mi autonomía me atemorizó hasta las rodillas, las rupturas amorosas de mis cercanos me dolieron como la propia y sus nuevos proyectos, decisiones e intereses me entusiasmaron desde el pecho. A pesar de mis intentos por esquivarla, en este 2020, no pude evitar sentir mi nostalgia, no logré no sentir mi pasado, ni darle otro significado a mis relaciones familiares y amistosas; no puede evitar pensar en las maneras de construir otro futuro posible. Este tiempo me invitó a encontrar en las sensaciones nacidas del encierro, propósitos y aspiraciones que se alejan de las promovidas por el mercado.
Este año que termina desafió cada una de las capas que rodean nuestro ser. Puso a prueba la forma en que nos relacionamos con nosotros mismos, con nuestras familias y con nuestras personas favoritas y no tan favoritas. A muchos los llevó al límite económico, a otros nos llevó a cuestionar lo que dábamos por sentado, de nosotros mismos y de nuestras relaciones. El 2020, con toda su atipicidad, nos abrió la posibilidad de sumergirnos en la complejidad de nuestras relaciones y de identificar sus injusticias. En mi caso personal, fue la nostalgia la que, en épocas de batallas contra enfermedades, me permitió tejer comunidad desde los sentimientos. Adiós al 2020, gracias por tu nostalgia, por las relaciones desde el corazón, las amistades consolidadas y las aspiraciones rebeldes.

Yo también “temo que el miedo que sentimos frente al contagio –del coronavirus- terminé distanciándonos como humanos”