Y volver, volver, volver….

Hace casi dos años regresé a mi país después de terminar una maestría en Estudios para el Desarrollo que me llevó a vivir por un año y medio en La Haya, Holanda.  Cuando comencé mis planes para irme estaba muy enfocada en cumplir una meta académica que duré planeando por dos años y que esperaba se centrara en mi crecimiento profesional pero que terminó por transformarme personalmente en formas que aún no logro asimilar completamente.

Hacer la maestría me abrió un millón de puertas. Puertas a corazones gigantescos de personas que voy a guardar en el mío por la eternidad. Me abrió la puerta de mi cabeza para ver el mundo más grande, más diverso, con más matices. Me abrió airbnb´s a precios irrisorios que parecían de película y hostales que he decidido borrar de mi memoria pero que me pusieron a prueba en muchos sentidos, incluso mi manía loca con el aseo. Por ejemplo, en Bulgaria me sentía en una película de la mafia en donde en cualquier momento llegaría alguien buscando al dueño para arreglar asuntos pendientes por negocios turbios (debo reconocer que el dueño terminó siendo una persona muy amable). El premio al peor hospedaje se lo lleva un hostal en Jerusalén (afortunadamente no logro recordar el nombre) donde todas las sabanas olían a una mezcla entre orines, especies y mucho sudor y, en donde no bañarse te hacía sentir más limpio que ir a las duchas comunes en donde las cañerías vomitaban agua café.

‘Vitoshka’ Street, Sofía-Bulgaria. Pagué menos 15€ por noche.

Los meses en los que viví en el extranjero me abrieron puertas de ciudades que sólo veía en sueños y de países que me hicieron sentir en Marte, sentirme chiquita, y de los cuáles me acuerdo cada vez que me entra la crisis por alguna estupidez y tengo que recordar lo insignificante que son mis problemas frente a la majestuosidad de las cosas que existen y de lo que aún me queda por conocer. Mi viaje a Islandia fue una de las experiencias más lindas que he tenido. Todo lo que veía era imponente, lleno de magia y cada uno de los paisajes me llenaba de plenitud y felicidad, como cuando sientes que nada te falta.

Cascada Skógafoss, Islandia

Hacer la maestría en el Internacional Institute of Social Studies- ISS, me permitió aprender de mis profesores, pero también de mis compañeros. En ISS se aprende no solo en las aulas sino en los constantes eventos sociales y reuniones entre amigos. Mi cohorte estaba compuesta por personas de Ghana, Bangladesh, Ecuador, Zambia, México, Japón, Indonesia, Filipinas, Eslovenia, Brasil, India, entre otros. Todos con experiencias, edades, expectativas y contextos muy distintos que permitían que realmente pudiéramos evaluar el conocimiento desde varios enfoques y abrazar culturas lejanas que terminan sintiéndose propias. Las tardes aprendiendo coreografías de Bollywood con Sushi (Sushand-India), escuchar cantar en español a Dipa (Indonesia), abrazar a Masiye y sentir amor de madre (Zambia), hablar con La Pri y La Gabi (Ecuador) o salir con la “familia colombiana”, hicieron de mis días en ISS, algunos de los más felices de mi vida.

Governance and Development Policy (GDP) 2017-2018

En mi caso, mi paso por ISS me llevó a examinar todo mi sistema de creencias, a ver que en realidad no era tan tolerante como profesaba, a ser consiente de mis privilegios, a valorar más todo lo que tengo y también a conocer otras partes de mí que estaba escondiendo. Por ejemplo, en junio del 2018 hice algo que la Karen que se fue jamás pensó que iba hacer: exploré el teatro de la mano de mujeres poderosas y que me hicieron sentir parte de algo grande. Con ellas me paré en un escenario a representar una de las escenas de la conocida obra Monólogos de la Vagina. Más allá de superar la pena al escenario, esta experiencia me ayudó a reconocer un tema al que antes nunca le puse mucha atención ni importancia: la desigualdad en términos de género.

Sin embargo, después de tanta belleza tocaba regresar a “casa”. Llegar de nuevo a un lugar conocido, con personas conocidas y volver a hacer lo “conocido”… se me había vuelto un dolor de cabeza durante los preparativos de regreso. Si bien me emocionaba la idea de volver a estar con las personas que quiero, y algo dentro de mí me decía que era la decisión correcta, estaba asustada porque también sabía que nada iba a ser como lo esperaba y que volver a lo que conoces hace que te sientas como extraño dentro de lo conocido (me había pasado ya un par de veces después de temporadas fuera de Colombia). Sin embargo, esta vez era diferente, no era la misma que había vuelto tantas veces. No sentía ese sentimiento arrogante que se tiene después de vivir fuera, porque hay que aceptarlo, así no se quiera existe un sentimiento de superioridad que nos persigue cuando llegamos de vivir “por fuera”, que nos hace caminar más erguidos y hablar orgullosos de nuestras experiencias, como si en vez de volvernos más humildes ante la inmensidad del mundo, el ego se agrandara. Creo que esto va de mano con el sistema en el que vivimos y con las expectativas y planes que nos han impuesto, con la “idea correcta” de cómo debemos vivir la vida y cuáles deberían ser nuestros logros.

Volver es difícil y creo que no solo para la persona que vuelve sino para los que la reciben pues finalmente despidieron a alguien que jamás volvió. Volver se convierte en una constante frustración pues le tenemos tanto miedo a los cambios y a las cosas nuevas, que cuando algo deja de ser y se transforma, lo repelemos. Esa sensación de rechazo se da en dos niveles: uno externo y uno interno. El externo se expresa a través de las quejas constantes sobre todo lo que nos rodea: la ciudad, el clima, la contaminación, el aire, la (in)seguridad y, en la constante comparación con lo que teníamos. Por su parte, el rechazo interno se confunde con miedo y tristeza, pues la mayoría de las relaciones que teníamos cambian, cómo sentimos y experimentamos a las personas cambia y eso es algo que puede llegar a ser muy difícil de sobrellevar.

En medio de tantos sentimientos encontrados y mientras me ajustaba y trataba de entender mis reacciones y las de personas cercanas que estaban pasando por un proceso similar al mío, tuve muchas teorías. A veces relacionaba la falta de adaptación con inconformismo; otras veces me daba pesar y trataba de “ponerme en los zapatos de otros” para entender que no todos vemos la vida igual y que volver tenía sus cosas malas.  Algunas otras, sentía que realmente el problema era una mezcla entre cobardía y egoísmo. Después generé una teoría mas compleja: todos sabemos que por más linda que sea Colombia, nuestra realidad y nuestro contexto es duro, así que decidí creer que el problema era que todos volvemos siendo más sensibles y cómo extrañamos tanto lo nuestro, cuando llegamos y vemos que todo está peor, se genera una frustración profunda que invade nuestro ser y que genera cierta depresión.  Lo cierto es que cada experiencia es diferente y no podemos juzgar el comportamiento de los otros solo porque nosotros estamos bien. La Karen que volvió se esfuerza cada día por ver los grises que hay entre tantos negros y blancos que antes creía como únicos.

Volver también me llevó a descubrir que cerrar ciclos es mi gran habilidad, lo cual fue toda una revelación en mi vida teniendo en cuenta que siempre había pensado que me aferraba a las personas, a los lugares y a las rutinas. Antes veía las despedidas como lo más terrible que podía pasar; dejar ir a personas importantes en mi vida era toda una tragedia griega y creo que por eso me esforzaba por satisfacer a todo el mundo. Después de volver me enfoqué en disfrutar la incertidumbre, en aceptar las despedidas de personas que fueron cercanas, de entender que las formas de amar cambian y que la única aceptación que debo buscar es la mía. Volver también me enseño que hay viajes que no necesitan aviones porque se hacen por dentro y esos son los que más enseñanzas te dejan. 

Volver implicó dejar ir muchas cosas y personas y ahora, en medio del confinamiento por el Covid-19, en esos días en donde todos queremos salir corriendo, irnos lejos y no volver, recuerdo lo mucho que significó para mi vida la última vez que volví y que tal vez, así como dicen que lo importante no es el destino sino el camino, puede que lo importante no sea irse sino volver, para tener alas más grandes y más fuertes cuando el siguiente viaje llegue por nosotros.

Cuando volví me tatué un colibrí como símbolo de adaptación, fuerza y para recordarme que siempre estoy lista para volver a volar.
Foto: Herman Amaya.

Una respuestahasta ahora.
  1. Miguel Andrés López Martínez dice:

    ¡Gracias Karen por este texto valiente! No es fácil exponer nuestras vulnerabilidades ante los demás y sumercé lo hace con honestidad. Gracias por enseñarnos que los viajes son aventuras hacia adentro, y que el cambio está en todas partes y en todas las personas. Si bien es cierto que nunca vuelve al que se despide, también lo es que nunca se encuentra a quien despidió…